Ayer
vi el amanecer. Era hermoso. Salía del horizonte, con ocho
minutos de adelanto, de Oriente a Occidente. Se veía tan
luminoso como los egipcios lo vieron, al dios Ra. Pero no lo sentí
igual, pues yo lo esperaba con ansia, mientras que ellos muy
probablemente lo esperaban con devoción. Yo tenía frío,
y viendo el amanecer sólo conservaba la esperanza de que el
calor me invadiera. Un calor distinto al calor de las tardes, pues
ese calor quema demasiado sobre la piel. Ahí es cuando no
espero con ansia tal calor solar, sino que espero llegar a mi casa
para beber una poca de agua. Aquel día vi el amanecer y el
calor tardaba tanto en llegar que sentía congelarse mi trasero
a pesar del pantalón de mezclilla protegiendo mi cuerpo desde
el ombligo hasta los tobillos. En adelante, los calcetines y los
zapatos hacían su parte. El pantalón de mezclilla era
gris. Los calcetines azules y los zapatos eran zapatos tenis blancos.
Observé que las agujetas de los zapatos estaban llenas de
suciedad, toda ésta también gris, y con restos de
tierra, restos de árboles y restos de mi propia suciedad en
las manos cuando anudé lo que se debía anudar. No
quería que salieran volando mis zapatos. No me gusta quedar en
ridículo.
El
Sol llegó, pero yo no era lagartija. Por consiguiente, mi
trasero siguió enfriándose, calentando el asiento de
mármol sin poderlo calentar del todo. Éste también
tenía frío. No soporté más y me puse de
pie. Caminé para mover la sangre de mis venas, para que
entrase por ellas y generase fricción. Para que mi trasero no
quedase tieso como el mármol que lo enfriaba. Fui a no sé
dónde y no sé por qué. Entre tanta
irracionalidad olvidé que debía seguir al Sol para
calentarme, sobre todo el trasero. Pasé por la sombra, más
hacia el Oriente y continué con el tiriteo que no se había
detenido desde que busqué algún lugar donde sentarme.
Vi el amanecer porque desperté muy temprano, tratando de
eludir mis problemas, pues así los concebía, como
problemas. Dicen que mi hermana grita demasiado. Yo jamás la
he oído gritar. Dicen que ayer mi hermana le gritó
demasiado a mi madre porque no le permitió no sé qué
y no sé por qué. Tampoco me interesa y tampoco alcanzo
a comprender toda esa incomodidad que se genera cuando está mi
hermana gritando, y a quienes veo se quedan con los labios inmóviles,
con sus rostros solicitando compasión y helados hasta los
huesos. Nadie se mueve y la resequedad de sus bocas igual reina por
todo el imperio de sus gargantas. Afortunadamente, como yo no
comprendo toda esa incomodidad, no sufro con tanta frecuencia de esa
resequedad ni de esa inmovilidad. No obstante, el miedo siempre ha
existido porque no sé lo que puede ocurrir cuando mi hermana
grita: en cierta ocasión arrojó una botella de vidrio
contra mi madre, quien terminó con la frente abierta y el
corazón de mármol, es decir, frío. Un corazón
que enfría los del resto del mundo.
Ayer
vi el amanecer porque mi hermana le gritó a mi madre, porque
tuve miedo de lo que pudiese ocurrir después, y porque tenía
el corazón frío. Esperando que el Sol me calentase, el
mármol me enfrió el trasero al igual que el corazón
de mi madre enfría los corazones del mundo. Nunca he sabido
quién me dejó con esa familia. Mi madre dice que fue
Dios con su infinita sabiduría. Mis amigos dicen que Dios no
existe. Mi hermana sigue gritando y se olvida de que estamos todos
allí. Ellos se quedan con los labios resecos, porque mi
hermana al gritar es como el mármol que enfría, como el
corazón de mi madre que amarga. Los gritos de mi hermana se
roban el valor de la gente y su volumen se incrementa con gran tesón.
Pero yo no percibo tanto ese rapto, porque no lo entiendo. Solamente
observo que todos se quedan inmóviles como el mármol, y
yo sólo tengo miedo. Angustia de que otra botella de vidrio
caiga sobre la frente de alguien más y terminé
descalabrándolo hasta dejarlo en la inconsciencia. Las
botellas me han robado la tranquilidad tal y como el mármol se
robaba el calor de mi trasero. Así terminé viendo el
amanecer, intentando mover la sangre de mi espíritu y recobrar
así la tranquilidad del mismo, tal y como busqué
calentar mi trasero moviendo la sangre de mi cuerpo y generar el
calor perdido.
La
mezclilla de mi espíritu eran los muros de mi habitación.
Por difícil que parezca creerlo, yo suelo dormir entre cinco
paredes, un prisma pentagonal como ninguno. Las paredes son tan
rígidas como la mezclilla, tan grises como la mezclilla de mi
pantalón al ver el amanecer, y tan cálidas como la
mezclilla que a pesar de sus virtudes no alcanzó a aislar mi
trasero de la frialdad del mármol donde estuve sentado. Las
paredes del prisma pentagonal no alcanzaban en ocasiones a proteger
mi espíritu del enfriamiento paulatino, el mismo que se
formaba cuando mi madre escuchaba los gritos de mi hermana, los que
aún no alcanzo a comprender. Ver el amanecer me ha restado las
esperanzas y he caminado para recuperarlas. Caminé no sé
hacia dónde y no sé por qué, tan sólo
para calentar mi trasero, el que por obra del mármol estuvo
frío, tal y como mi espíritu, el que buscó salir
temprano de la casa para ver al dios Ra. Pero no encontraba dónde
sentarme, así que tomé de asiento el bloque de mármol
que los constructores dejaron sobre el césped del parque
incipiente. No había ni columpios ni resbaladillas, a lo más
unos cuantos árboles y ese bloque que formaría parte
del nuevo centro comercial. Antes los niños salían de
la escuela y corrían para alcanzar el mejor puesto entre los
columpios, el primer lugar en la fila de la resbaladilla, o para
colgarse de los árboles frondosos durante la primavera y el
verano. Cuando llegaba el otoño también subían a
los árboles, pero los niños no podían esconderse
los unos de los otros. El invierno congelaba todo como si fuera
mármol y los niños preferían en ocasiones
guardarse al interior de sus casas, donde otras madres les
congelarían el espíritu, o donde ellas fuesen el
amanecer para eludir la escasa diversión que en el exterior se
podía encontrar. Durante la Navidad, Dios existía
incluso para los no creyentes, porque el pueblo se reunía en
el festival, las luces alumbraban las calles del centro y todos se
abrazaban en busca del calor que se robaba el aire frío como
el mármol que congelaba mi trasero el día de ayer,
cuando abandoné el excepcional prisma pentagonal donde dos
paredes miden lo mismo, otras dos miden casi lo mismo, y una se
encuentra de manera diagonal y mide mucho menos que las otras cuatro.
El
invierno pasado, despertaba a las ocho de la mañana para
cambiar de investidura. Primero levantaba temeroso el suéter
con el cual dormía. Después, levantaba todavía
con temor la playera del pijama falso. Entonces veía que los
vellos de mis brazos se erizaban y el temor se acentuaba porque sabía
que retiraría la otra playera, blanca, de mi cuerpo para dar
paso a la playera azul obscuro, el regalo de mi hermana hace dos años
cuando cumplí otro año más. Era especialmente
para protegerme del frío. Los vellos seguían estirados
sobre mis dos brazos, y el temor no cesaba esperando que el mismo
ritual ocurriera del ombligo a los tobillos. Cuando retiraba de mi
cuerpo el pantalón del pijama falso, alcanzaba a observar que
mi pene se encontraba erecto pese al aire de mármol que me
perseguía. Jugaba con él un poco, pero sentía
que miraban mi trasero y que lo enfriaban con cierta perversión
desconocida hasta aquel instante del invierno hace un año.
Pero nadie miraba mi trasero. De todas formas, cogí otro
pantalón de mezclilla, azul claro, para cubrirme del temor y
del frío. Coloqué el cinturón negro a través
de los orificios previstos, y vacilé en agacharme para buscar
los zapatos que calzaría; tras un segundo de reflexión
inintencionada, sin pensarlo así lo hice. La hebilla se
impregnó como un trozo de mármol en mi ombligo y sentí
que el temor había pasado porque la piel calentaba rápidamente
el metal. Los zapatos se escondían en la obscuridad y me
obligaron a arrastrarme como por nadie me he arrastrado en la vida,
hasta que mis largos brazos hicieron las veces de pinzas y tomaron
por cualquier costado a cada ejemplar del par. Mis rodillas se
estaban convirtiendo en mármol y temí por ellas.
Imaginé que cuando fuese viejo no me responderían,
tratando de quejarse por el hechizo de metamorfosis al mármol
que no me atreví a evitar cincuenta años atrás.
Calcé los zapatos, busqué un suéter
completamente negro y salí de la mezclilla espiritual de mi
habitación, la que nunca fue suficiente para olvidar los
gritos que dicen emite mi hermana, y la amargura de mi madre. Hace un
año también busqué ver el amanecer, también
me senté sobre un bloque de mármol, el mismo que tomé
por asiento el día de ayer, e intenté eludir el
enfriamiento de mi trasero de la misma forma. Retiraron los
columpios, las resbaladillas y los bancos, tan sólo para que
la gente se fuera acostumbrando al paisaje desolado. Lo cierto es que
el mismo empataba con la búsqueda que hacía para eludir
los problemas, porque lo eran, donde no sabía qué haría
y por cuánto tiempo. Simplemente no podía entender
cuánto más soportaría los gritos de mi hermana,
los que me resultaban incomprensibles, así como el corazón
de mármol de mi madre.
Hoy
he vuelto a buscar el mismo bloque de mármol y allí ha
seguido desde hace un año y un día exactamente.
Nuevamente me ha enfriado el trasero porque nuevamente mi hermana se
ha atrevido a agitar una botella en su mano, aunque no la ha arrojado
como en aquella ocasión en que le partió la piel de la
frente a mi madre. Intentando retomar la cordura espiritual, también
he caminado sin saber hacia dónde ni por qué. Y al
final, cuando el reloj, aquel artefacto de correas plásticas
ajustadas a mi muñeca y carátula con manecillas, indica
las siete de la mañana, regreso con la insatisfacción
de no lograr calentarme en ningún sentido. Entro a mi
habitación en silencio. Todos siguen dormidos aún. Me
oculto debajo de las cobijas. Eran las dos de la mañana, según
el reloj, cuando terminó la discusión. La familia
continúa exhausta. Así me mantengo, con el pijama falso
puesto desde la búsqueda del cálido amanecer. Dormito
durante una hora. Al despertar noto que mi cuerpo se ha calentado
milagrosamente. Y como cada día surge el miedo que no logro
evitar, miedo al aire de mármol que me estira los vellos, que
me enfría el trasero, que me debería encoger el pene,
que me impide buscar los zapatos tenis que utilizaré, y que me
hace pensar en cuando sea anciano. Hoy es día de festival,
pero a diferencia del año pasado decido no ir. No pretendo
vivir la hipocresía de andar con la familia que no existe,
donde mi madre amarga a todos con su corazón de mármol,
ése que me genera temor, tan parecido al temor matutino al
retirarme las prendas del pijama falso. Tampoco pretendo observar una
vez más que mi hermana infunde temor a todos los integrantes
de la familia. Prefiero que ellos se queden con sus gargantas
resecas, en toda su imperialidad impotente. Prefiero que el mármol
de sus corazones no me invada desde la mezclilla del prisma
pentagonal donde me protejo, donde surge la ansiedad y donde ningún
calor generado ha de resultar suficiente.
En
verano, el temor desaparece. En verano conservo la costumbre de huir
a las cinco de la mañana en busca del mismo bloque de mármol
donde observo la llegada cada vez más adelantada del Sol. Pero
nunca me ha ganado. Siempre he alcanzado a mirar su salida desde el
Oriente y hacia el Occidente. Tampoco me gana la voluntad y siempre
abandono el mármol para que mi trasero no siga congelándose
por el frío de la noche. No obstante, a las ocho de la mañana
no tengo miedo por retirarme las prendas del pijama falso. Tampoco
hay festival y, por lo tanto, no tengo que decidir entre ir o no ir,
cuando la única respuesta que estoy dispuesto a dar es que no.
Los niños se han divertido en estos últimos días
sin parque yendo unos a las casas de los otros. Ahora repudian la
ausencia de los columpios y las resbaladillas, pero al crecer todos
irán al centro comercial para comprar la felicidad
inimaginable, para encontrarse con gente conocida o desconocida, y
para ni siquiera toparse con el recuerdo de la existencia de una
infancia adorable. Y los hermanos menores de esos adolescentes que
hoy son niños, también se visitarán los unos a
las casas de los otros. Las madres no se darán abasto y los
llevarán a la feria de la ciudad, a unos varios kilómetros
de aquí. De alguna forma son como yo, que intento eludir lo
que a la vista de algunos no es un problema, pero que realmente
significa algo. Así lo piensan, que no hay problemas, porque
no puedo decirles la verdad. Los niños me importan porque
tengo un hermano que es nueve años menor que yo, que no sabe
nada de los problemas, pero que ha ido aprendiendo lo que es la
tristeza: le han robado el amanecer de un parque donde se reunía
con sus amigos a hacer fila para la resbaladilla. Como mi madre no es
atenta, mi hermano prefiere no invitar a nadie a la casa. Como mi
hermana es conflictiva, ni siquiera se le ocurre a mi hermano el
pedir permiso para visitar a algún amigo. Yo tampoco tengo
tales libertades, pero me escabullo con más astucia que el
«enano». Me he visto tentado a invitarlo a ver la salida
del dios Ra, pero no creo que él quiera vencer sus miedos.
Tampoco creo que le agrade la idea de enfriarse el trasero, luego
calentarlo, y durante el invierno impregnarse los estirados vellos de
los brazos con temor al aire de mármol a las ocho de la
mañana.
Él
me cuenta sus temores a su manera. Me dice que no le gusta ver a
nuestra hermana gritando como loca. Pero ella no está loca,
sino enferma. Yo quisiera abandonar definitivamente la mezclilla del
prisma pentagonal, con tal de perseguir al dios Ra y que me de calor
durante una mañana eterna. Decía el cuento que el
hombre más sabio del mundo respondió que la vuelta al
mundo se llevaría a cabo en un día de perseguir al Sol
siempre en la misma posición. Entonces preferiría darle
la vuelta al mundo toda la vida, con tal de olvidar que mi hermana
grita, que no la comprendo, que los labios y la garganta no se me
resecan; que mi madre algún día amargará por
completo el trasero de mi espíritu. Pero no puedo abandonar al
«enano», ni tampoco puedo abandonar a mi hermana, pues
está enferma. Por consiguiente, tampoco puedo abandonar a mi
madre, porque también está enferma, contagiada por mi
hermana. El encantamiento de la botella ha sido el más
fatídico de todos. Nos ha relegado a un estado de latencia
perpetua, donde todos hacemos lo mismo cada día, sin cesar y
sin excepción. Mi hermana gritando, mi madre amargando con su
corazón de mármol, mi hermano siendo infeliz, y yo
enfriando mi trasero, rebuscando el calor de mi sangre, ensuciando mi
pijama falso, pijama de mezclilla con la ropa del día
anterior, y después, durante los inviernos, temiendo aún
por el frío de la hebilla metálica y el aire que no
logra encoger mi pudor. Sólo espero que los constructores no
tarden en llegar. Eso hará que abandone el vicio interminable
de sentarme sobre el bloque de mármol y arruine mi cadera para
cuando llegue a ser anciano. Cuando ella me reclame con gritos de
dolor la falta de consideración que tuve con ella. Me quejaré
de las reumas y recordaré todo el mármol familiar
contra el cual fui azotado. Si retiran el bloque de mármol, o
si lo ocultan, para comenzar la construcción del centro
comercial, me decidiré de una vez por todas a perseguir al
dios Ra durante todos los días del resto de mi vida. Entonces
sí invitaré a mi hermano, porque el viaje será
igual de ligero para ambos. Un día es un día y nada
más. Si hemos soportado los días más aciagos,
podríamos soportar la constante calidez.
Mañana,
si no llegan los constructores mientras mi hermana se encuentre
gritando, volveré a acudir al mismo bloque de mármol,
gris, como el pantalón que en ocasiones tomo a las ocho de la
mañana. Nuevamente haré caso omiso a la invitación
que tengo planteada para mi hermano, de abandonar un poco la casa y
observar el amanecer, que a diario es hermoso. Sin embargo, hay algo
que no cambiará jamás. Porque seguiré sin
entender el miedo que produce la resequedad en mi familia, la mujer
del corazón amargo, el sabor del mármol, la temperatura
del mármol, y mi hermano abandonado por los miembros al
interior de su casa. No lo comprenderé por más que siga
al Sol. Soy sordomudo de nacimiento y sólo pueden decirme que
mi hermana grita todos los días a la misma hora porque sigue
drogándose. Justo derribaron los árboles y los juegos
para llevarse toda la inocencia del pueblo. Hoy es día de
invierno y sigo recordando cómo salieron las ratas para
primero regalar esa piedra apestosa a los jóvenes del barrio,
y después venderla. Mi hermana no tenía más
dinero que sus ahorros. Y no pude escuchar que le gritaba a mi madre
para conseguir el dinero. Tuve que leerlo de los dedos lastimeros de
mi hermano, temblando de miedo, con la boca reseca y esperando a que
algo (o nada) ocurriera. Entonces, obnubilada por la enfermedad, mi
hermana arrojó la botella de vidrio a la cabeza de mi madre.
Tocó su frente y la agrietó. Corrió un leve
chorro de sangre, mas el impacto hizo que ella dudara en levantarse o
seguir recostada sobre el suelo. No obteniendo respuesta de nadie,
porque mi madre estaba casi inconsciente, porque mi hermano tenía
la garganta paralizada y reseca, y porque yo simplemente estaba mudo
de nacimiento, mi hermana salió apurada de la casa. Entonces
reaccioné, pues mi sordera no me ha impedido correr. Alcancé
a observar hacia dónde se dirigía. Tomó el
camino que a diario tomo para observar el hermoso amanecer a veces
adelantado y otras veces retrasado. Un hombre se cubría con el
capuchón de la sudadera. Se protegía no del frío,
sino para conservar su anonimato. Mi hermana le dio una cantidad de
dinero y recibió a cambio una piedra de aspecto semejante al
mármol. La detuve una vez que el tipo anónimo se fue
corriendo tras los árboles que antes existían. Ella me
reconoció e intentó inútilmente levantar el
bloque de mármol donde a diario me siento. Entonces la tomé
de los brazos, por la espalda, y me dijo algo, porque lo sentí
vibrar en mi pecho, pero no lo comprendí.
Cada
vez quedan menos árboles y cada vez sigo persiguiendo a mi
hermana cuando sale después de gritarle a mi madre, que le da
cierta cantidad de dinero. No importa si es primavera, o si es
invierno, o si se trata de la quinta estación del año,
así como puede ser increíble la quinta pared de mi
habitación, yo la persigo y la vigilo. Me dice algo que no
comprendo, pero lo siento. No la oigo y gracias a mi sordera tampoco
tengo miedo. Pero no logro evitar que la droga la vuelva más
violenta, más fuerte, y menos mi hermana. El mármol que
introduce por su boca le llega al corazón, lo enfría y
lo amarga. Me sorprende que no se atragante. Entonces mi impotencia
vuelve a yacer a las cinco de la mañana sobre el bloque donde
se lleva a cabo la transacción. La misma enfermedad que invade
el interior de mi hermana menor, también es la misma que se
presenta en mi trasero al congelarse todo éste. No alcanzo a
entender cómo no logro detenerla. Entonces vuelvo a eludir mis
problemas, vaya que sí lo son. Espero que el Sol vuelva a
salir. Espero la calidez que he olvidado, que quisiera perseguir
todos y cada uno de los días de mi vida, junto como mi
hermano. Veo el amanecer y sigue siendo hermoso, pero no me han
quedado esperanzas porque mi hermana se drogará todos los días
hasta que el centro comercial sea levantado y ella se encuentre
muerta. No alcanzo a comprender el miedo, pero siento temor al
desnudarme. Ni siquiera el jugueteo con mi pudor impulsa una sonrisa
fuera de mí. El cansancio y la sordera me abaten. Pero tengo
que repetir la misma rutina todos los días, como todos en este
pueblo. Como los niños que se visitan los unos a los otros,
tal y como mi hermano no puede hacerlo. Como las madres que son
felices, tal y como no lo es desde hace mucho tiempo mi madre. La
vergüenza no me permite salir al festival: nunca me ha gustado
hacer el ridículo. Porque sé no llegarán todos
juntos, sólo mi hermano y mi madre. La derrota, por el día
de hoy, será que no logré perseguir a mi hermana, que
de todas formas seguirá en el mismo bloque de mármol,
donde quizá tomará asiento, donde se le enfriará
el trasero y todo lo que se llame corazón.
3
de Junio de 2013