Warum schweige ich,
verschweige zu lange
[…]
Günter Grass
Desde que te conozco
nunca te he escrito una carta. Nuestra comunicación a
distancia siempre fue por teléfono. Si no fuera por el tiempo,
porque realmente he despertado extrañándote, no estaría
aquí, frente al monitor, intentando mostrarte una nueva
faceta, quizá, de las que en persona conociste, o bien, quizá
sólo recordarás todo aquello que siempre intuía
te fastidiaba.
Eso no me avergüenza
en absoluto. Eso tampoco me sorprendió: al tiempo en que nos
conocimos ya había vivido lo suficiente por parte de otras
personas, ya sabía qué les agradaba y desagradaba, en
general, al encontrarse conmigo y, lo que es más, sabía
cómo comportarme para desagradarte en ocasiones y, luego, que
me concibieras como uno de tus más fieles confidentes. Como en
aquel día cuando rompimos los tabúes, yo te confesé
uno de mis amores prohibidos y tú, en reciprocidad un tanto
espontánea, natural, pero al fin y al cabo extraña, me
confesaste que te gustaba ejercer en tríos y, más aún,
cogerte a los hombres.
Pero no es la forma de
restaurar la vieja amistad que teníamos. Prefiero retomar a la
gente que tanto admirábamos, como por ejemplo, ese profesor de
Literatura que terminaste detestando a raíz de la
confrontación que tuvo contigo. Aún recuerdo la
pregunta, «¿Qué define esencialmente al
modernismo?», y tu cara de preocupación infantil ahí,
enfrente de todos, cara a cara al pizarrón, luego al profesor,
luego al pizarrón... Si tan sólo me hubieses preguntado
lo que habíamos hecho la clase anterior te hubieras ahorrado
ese disgusto e incluso hubieses terminado amando a tu profesor.
Acuérdate, nos dijo que una vez uno de sus alumnos le declaró
su amor, que le gustaba mucho su forma de ser, tan varonil. No sé
qué tanto creer de lo que él comentó. Según
él, le dijo a su alumno que, primero, lo respetara, pues era
su profesor antes que nada. Y luego sintió compasión
por el muchacho:
–No quise reprenderlo
más. El chamaco tenía los pantalones para
decírmelo. Si uno está temblando y nervioso al decirle
a una mujer «¡Me-me-gus-tas-mu-cho!», entonces para
decírselo a un hombre debe ser “¡cañón!”.
Escondió la
palabra «cabrón» en la frase, pero en su momento
no lo noté. Sólo hasta que aprendí a usar el
doble sentido entendí su preocupación por ser vulgar
sin serlo, empleando eufemismos para las palabras que verdaderamente
deseaba hacer entrever. Eso sí, has de coincidir conmigo,
Benito Pantoja Bravo, el anciano de sesenta y tres años que
entonces decía se jubilaría en poco tiempo y que, sin
embargo, jamás lo hizo hasta donde supimos, siempre fue muy
respetuoso de sus alumnos. Casi siempre.
No puedo sentir la
misma aversión que tú hacia ese hombre. De alguna forma
él tenía razón: fuiste un burro. Era sólo
cuestión de que leyeras el resumen sobre el modernismo para
saber que Rubén Darío era uno de sus escritores
preferidos. Así lo recordábamos, en otras ocasiones,
como el profesor que decía «Los hombres verdaderamente
importantes sólo aparecen ¡en los libros!», y de
repente exclamaba golpeando sobre la mesa para despertar a cualquiera
que estuviera aburrido en su clase. Yo solía escribir poemas
mientras los demás tomaban apuntes. Sabes, por supuesto, como
muchos de mis profesores lo supieron y por ello me odiraron, que
cuando soy alumno no suelo tomar notas, que todo yace en mi memoria
o, en su caso, sólo tomo notas de lo más importante. No
digo que en las clases de Pantoja nada fuera importante, al
contrario, pero sus métodos conductistas eran tan
sofisticados, tan ejercitados a través de toda su trayectoria
docente, que yo terminaba aprendiendo sin la necesidad de escribir
nada al respecto, sólo escuchando lo que ese hombre decía:
esperando que no me fuera a sorprender con una pregunta repentina. A
nadie le gusta que le llamen burro y menos a gritos.
¿Recuerdas qué
tipo de música le gustaba? Yo no logro aclarar en mi mente si
en algún momento de alguna clase, o si en alguna tarea
siquiera, nos lo hizo saber. Como jamás escribí nada,
sólo recuerdo lo que fotográficamente conservo en algo
más parecido a una alucinación que a un hecho
contundente. Muchos vivieron una especie de síndrome de
Estocolmo, no, más bien un troquelado al estilo Konrad
Lorentz, porque el hombre les había revelado algo así
como las claves del mundo. Quizá eso fue cierto para varios,
pero según tengo entendido nunca logró hacer eso
contigo. Hemos de ser sinceros: él esperaba de ti que salieras
del país, no que te quedaras a soportar las desventuras. Que
hicieras como la mayoría de sus antiguos y exitosos
estudiantes, que viajaras a París, u Holanda, y que finalmente
terminaras el doctorado, pero nunca que te quedaras a vivir aquí,
en la mediocridad. Así te manifesté hace algunos años
mi opinión, muy similar: que este país era de “dos
tercios”. Que la gente viviendo aquí era tan mediocre, tan
falta de crítica y criterio, que su propia mediocridad no
llegaba a ser de un medio, ni tampoco de un medio y la mitad del otro
medio, sino de dos tercios. Pero tú sigues aferrado a que el
destino te está atando adonde quiera que permanezcas atado.
Como tú lo prefieras, está bien. Después de
todo, así lo has de querer.
Extraño tus
opiniones tan burlescas, irónicas, tan pecaminosas y a la vez
tan semejantes a mí. Tendrás que ser agradecido. De no
haber sido por mí, jamás hubieras logrado desatar esa
carga de ideas extrañas, extravagantes, para darlas a conocer
al mundo y así lograr lo que tanto anhelabas: quedarte aquí.
Nunca entendimos porqué deseabas refugiarte del mundo, no, de
las sociedades. Nunca supe porqué te causaba tanto dolor
enfrentarte a un grupo. Sin embargo, ya me habías comentado
que en el colegio te habían retado tus compañeros y
que, finalmente, los hiciste tus enemigos de un solo tanto. Te conocí
años después, cuando ya nadie deseaba atormentarte,
pero tampoco le interesabas mucho a la gente. Menos aún a
Andrea.
Para estos fines, la
llamaré Viridiana, porque, según lo dijiste, ella
detestaba ese nombre y ella no es de mi aprecio. Entonces, Viridiana
terminó odiándote, pero que llamabas su atención
y, en fin, jamás entendí porqué la amabas pero
nada hacías por reconciliarte con ella. A veces consideré
que te enamoraste dados los diecinueve años en que tenías
las hormonas hechas mariposas, porque su aspecto era feminoide, es
decir, no era plenamente femenino aunque sí hermoso, y por un
sentido masoquista: me dijiste que su mirada era de efectivo odio.
Pero a pesar de ello siempre la defendiste: la llamaban «La
Simpson», o bien, la «simp-sonrisa», y sólo
para hacerte notar le decías al resto del mundo «¿Y
cómo quieres que tenga sonrisa si la llamas así?»,
creyendo que con hacerlo lograbas ganarte un trozo de su corazón
hecho mármol. Le dijiste que la amabas, motivo que a la
mayoría de las personas nos parece insuficiente para haberse
separado. Eso es incompresible, eran amigos ustedes, quizá tú
el único amigo varón que ella tenía en la clase,
y ella tu única amiga. Sin embargo, y regresando a lo que
inicialmente era mi intención recordar, me llamó la
atención una situación objetiva que siempre referiste
de ella:
–¿Quieres el
disco o no?
–Si vas a regalar
algo sólo regálalo y ya. No tienes que esperar nada
cambio.
–El agradecimiento.
–Ni siquiera el
agradecimiento.
–Bien, toma el disco.
Viridiana guardó
el disco, según me contaste, en una de las tantas bolsas de su
mochila. No sé porqué recuerdo tanto esos detalles. Tal
vez me llamaron tanto la atención por la forma en que los
relataste, impresionantemente sutil, sin amor, sin odio, sin dolor,
sino simplemente siendo objetivo. Que le estabas regalando un disco
que ella misma ya tenía, que ella no te había advertido
aun cuando tú se lo preguntaste días antes. De todas
formas, si querías regalarle el disco no tenías porqué
esperar siquiera el agradecimiento de ella. Y que a partir de ese
evento te enamoraste de Viridiana, por su elevada humanidad y sentido
coherente de la vida. Insistiré en lo siguiente: a los
diecinueve años las personas se convierten en adultos, algunas
hormonas aparecen, otras desaparecen y, como tiene que ocurrir en
todos los casos, hacerse adulto exige tomar las riendas de la vida y,
si se logra, convertirse después en hombres y mujeres. Pero en
ese tiempo ni siquiera tenías idea de qué deseabas, ni
sabías que habrías de encontrarte con la horma de tu
zapato, ni que ella sería, eso no puedo ni asegurarlo ni
negarlo, la mayor de tus alegrías y de tus tristezas.
Me preguntaba qué
ocurriría con el mundo si nadie esperase nada a cambio de dar
un regalo. Si cada Navidad llegase Papá Noel y sin tener que
esperar carta alguna o, lo que es más, sin tener que esperar
que los niños tuviesen en el transcurso del año tal o
cual comportamiento, seguramente todos los niños del mundo
serían iguales ante sus ojos, y sabemos que esto es ante los
ojos de sus padres. Por lo tanto, los padres de esos niños
dejarían de comparar a sus hijos respecto a otros, reales o
imaginarios, patrones idealizados sobre lo que el niño
perfecto debe llevar a cabo para poder recibir un poco de amor al
menos una vez al año. Aunque siendo consiguientes con el
argumento anterior, los padres no le darían amor a sus hijos
sólo una vez al año, sino toda la vida, sólo
porque son sus hijos, y no lo estarían negociando con la
celebración de una persona, de traje rojo y de obesidad
mórbida, que ni siquiera existe. Si cada cumpleaños le
fueran otorgados los regalos a una persona sin esperar siquiera que
ésta se alegre de la forma más fingida, manifestando el
real sentir ante la decepción de aquello que no deseaba, la
gente comenzaría a tomar en cuenta las conversaciones del
diario, lo que cada quien añora y admira, y si, por ejemplo, a
un hombre que sólo goza de observar el cielo nocturno le fuera
regalado un telescopio, muy probablemente sería la persona más
alegre de ese día, y de todos los días, tomando el
telescopio con tanto cariño y veneración, que jamás
se olvidaría de quiénes lo quisieron, en qué
fecha de cumpleaños, por el resto de la eternidad y tal vez
sin necesitar celebrar algún otro cumpleaños. O algo
aún más retador: si esa persona no admirase los cielos,
sino la libertad de la tierra, de los vientos, de cada idea, de cada
planta, seguramente con dejarlo vivir en la soledad de dicha
Naturaleza, sin ninguna otra exigencia, sería suficiente. Pero
las personas suelen festejar regalando sin saber si el festejado
necesita o no el regalo, si es alérgico al regalo o no, tan
sólo para resolver la culpa que ellos mismos tienen de no
haber celebrado nada ni de haberle comprado algo valioso en alguna
barata de tienda. No obstante, hay quienes entienden que un regalo
puede presentarse en cualquier instante, cuando uno menos lo espera,
sólo por decir «Te quiero».
Por lo que concierne a
mi trato con Viridiana durante la Universidad, y aunque me desagrada
–como a todos a quienes les desagradó en esos años–
por “payasa”, nunca tuve problemas con ella. Era una compañera
de equipo seria, profesional, y como amiga nunca la busqué,
pero tampoco llegó a faltarme al respeto. En verdad su idea
suena atractiva, aunque tendría que ser puesta a prueba por
más de una persona, y sin rechistar por las consecuencias que
pueda atraer. Porque hemos de tomar en cuenta que la gente prefiere
vivir en la mentira de un regalo aparentemente atractivo que entender
la verdad de una inversión torpe para alguien a quien no
conocen. Sí, la gente prefiere las mentiras. Tan sólo
mis padres vivieron juntos por llevar a cabo una apariencia y, a
pesar de haberse divorciado, siguieron durmiendo en la misma cama,
siguieron teniendo relaciones sexuales, siguieron diciéndose
«Te quiero» y, al cabo de unos días, volvían
a odiarse, a decir que el otro era impotente, que ella era una
frígida, que afortunadamente ya se encontraban divorciados y
todas las frases que fui escuchando en toda la vida compartida con
ellos. Por eso prefiero la verdad, además de que es un don que
nos proporciona la Naturaleza.
Reconozco aquellos días
en lo cuales compartíamos confidencias. Cuando me dijiste toda
la pornografía que veías en un día, cuando yo te
dije los términos que había aprendido, las posiciones
animalescas que uno podía encontrarse frente al monitor
intentando desvelar, desanudar y volver anudar, por dónde
comenzaban los pies de ella o por dónde terminaban los pies de
él, pero no de ese joven modelo salido de Inglaterra, sino de
ese otro estadounidense, y no de ese pálido polaco ni tampoco
de la segunda mujer morena que tenían todos enfrente,
lamiéndose todos no se sabía qué, y luciéndose
todos en la tremenda orgía. También comentaste en
cierta ocasión que los tabúes surgían cuando se
tenía siquiera una poca de autoridad para prohibir incluso lo
más insignificante. Que por eso eran imperdonables los años
de fanatismo religioso en que la Iglesia, tanto la institucional como
la gente ignorante que conformaba el rebaño del Señor,
hicieron de la traslación de la Tierra un motivo de herejía.
Que odies a estos fanáticos no es conflicto mío, pero
estoy de acuerdo en no conservar como herejías lo que bien
puede o debe ser conocido por todo el mundo. Como la crítica
que hizo un viejo Günter Grass al decir lo que tenía que
decirse, admitiendo, lo que yo mismo reitero, que Israel era un
peligro para la paz mundial por el potencial de armamento nuclear
promovido por Alemania con tal de esconder la culpa que aún
les corroía por un holocausto herencia del pasado, lo que ya
debería ser sólo un motivo de la Historia y no la
eterna flagelación. Eso no querría decir que Günter
Grass se olvidara de lo que hicieron u omitieron sus amigos, sus
vecinos, quizá él mismo durante la guerra, pero si a
uno le recuerdan las culpas permanentemente, más aún
las que no le corresponden a uno, como ocurre con las nuevas
generaciones de alemanes, y así como lo manifestó tu
profesora de alemán, sería equivalente a pellizcarles
el brazo, arrancarles la piel, pisotearlos hasta el cansancio y,
después de tanto, hacer lo mismo que hizo Hitler, que en su
caso fue restregarles la culpa de ser judíos a quienes sólo
eran lo que podían ser.
No he de escribirte con
rabia, pues, después de todo, esto ya lo hemos conversado,
asimilado, reiterado e incluso hecho mofa. Es por ello que preferiría
comentarte de la verdadera impresión (ésta como una de
las pocas verdades aún sin revelar) que me dejó el
conocer a J..., esa chica atractiva que tanto te agradaba y
que, ahora lo sé, es tu prometida. Siempre me pareció
que ella era una joven tipo «Simpson», más
femenina, y nada logré sospechar con tu inexistente
sociabilidad, pero al ver que te cubría los ojos y jugaba
contigo, que se expresaba con bastante alegría, que esperaba a
que intentaras adivinar quién era, y, finalmente, al
descubrirte los ojos y verse mutuamente, sentí la necesidad de
alejarme para dejarlos en la tranquilidad de ustedes mismos. Imágenes
como esa me permiten desprenderme tan fácilmente de los
conflictos, creer que la vida aún tiene motivos para seguir
vivo, porque a partir de la Filosofía uno encuentra
regularmente que el hombre es el lobo del hombre, que la lengua es la
patria, que no es deseable la patria, sino la eternizada «frátria»
de Fernando Pessoa, y que el conocimiento codificado es la última
opción para los desposeídos y los perseguidos. Personas
como J..., que te hicieran sonreír, siempre las
preferí, aunque J... no deseara ser mi amiga, ni yo
tampoco de ella, pero con que fuera el amor de tu vida me bastaba.
Recuerdo la ocasión cuando sentados sobre la acera que siempre
tomamos de banco para esperar a que llegara tu padre, me comentaste:
–¿Sabes?,
quisiera que los instantes con J... fueran interminables. Que
fuesen al derecho y al revés, que existieran en un eterno
“for”. Quisiera programar la vida con ella utilizando ese
comando, y de una vez por todas no incluir la condición de
salida y que ésta no se convirtiera en un error sino en el
mayor acierto de mi vida.
No entendí tus
palabras hasta el día en que un amigo informático
casualmente me explicó que “for” era un comando de
computadora para repetir una instrucción hasta donde uno
condicionara a la máquina y que, si no se establecía
esta condición, la vida del programa se eternizaría, y
comprendí que así de absurdo tendría que ser el
amor. Hechos por el estilo me hacen volver al recuerdo de Pantoja
cuando en su pizarrón escribió, como todos los días,
la tarea, la que teníamos que investigar porque de lo
contrario nos diría que éramos estúpidos, o más
precisamente, que «El chamaco es estúpido, y si sigue
sin estudiar va a ser un “looser”. Y si tiene hijos, ellos serán
“looser-citos”». Pero no siempre actuaba de ese modo y no
lo recuerdo por eso, sino por las distintas concepciones que tenía
de lo ordinario de la existencia. En la tarea que según me
encontraba por describir, se hallaban signos filosóficos que
marcaron nuestra existencia. Frases como «Definición de
línea recta» no pueden dejarse pasar de largo cuando se
estudia lógica formal. Menos aún frases como «Teorema
de Gödel» que terminan traduciéndose en el retorno
a la ignorancia eterna con la cual Sócrates caracterizó
a los hombres. Tal vez Sócrates lo hizo de esta forma no por
mostrarnos a los hombres que teníamos que aprender más
y más, no, que teníamos que parir más y más
conocimiento, sino para enviarle una indirecta a su insoportable
esposa y decirle qué tan ignorante era al no reconocer en la
Filosofía, no, en la Mayéutica, las claves de la vida.
Siempre te burlaste de
esa expresión, «parir conocimiento». Sé que
lo hacías para restarle solemnidad a las referencias que yo
ofrecía acerca de Sócrates, pero ni siquiera lo hacía
yo por estar completamente de acuerdo con él. Siempre confié
en que su método deductivo era tan simple como magnífico
y sucinto, pero nunca he creído, creo que tampoco tú lo
has creído así, que el conocimiento yazga en nosotros y
que debamos extirpárnoslo metódicamente, sino que el
conocimiento radica en la Naturaleza, en sus evidencias y realidades,
en todas sus ideas posibles, y que con las herramientas tan
diligentemente ofrecidas por el Universo es posible encontrar la
verdad. Sean tal vez ambas perspectivas correctas y complementarias.
Aunque, en ocasiones, y nunca me cansé de repetírtelo,
uno llega al punto en que el hacer tabú a la palabra «tabú»
podría no encontrar un origen, aunque tenga sentido dicha
expresión y acto; ignorar su origen no radicaría en un
defecto de la Mayéutica ni de la palabra «tabú»,
sino en que ni tú ni yo somos dioses para conocer esa clase de
misterios y que esa clase de divinidades ni siquiera existen.
Que antes creías
en Dios y que desde los trece años ya no crees en él.
Que antes eras heterosexual y que ahora eres bisexual, que eso no te
impedía amar a J... como lo hacías, y que
definiste toda tu vida en la época de las incertidumbres
adolescentes tan sólo para retar al resto del mundo y decirle
«¡Oigan!, tengo trece años, pero la inteligencia
me ha llevado a la sabiduría de los treinta». Nada de
ello me sorprendió. Siempre vi en ti a alguien no
extraordinario, no peculiar, no asombroso, no sabio ni inteligente,
sino a un amigo. Por tal motivo fue que hace años te relaté
la historia de mi primer beso. Como es una historia que disfruto
mucho recordar, me tomaré la libertad de escribirla aunque
esta carta estaría dirigida exclusivamente para ti y con otra
intención. Dice así:
Érase una vez
un chico de quince años que conoció a una joven de
quince años. La joven era mayor que él por veintiún
días, y él había nacido en un día
veintiocho. La joven se llamaba Liliana. Y aunque la historia del
primer beso sea una historia de amor, en su caso fue también
una historia de rebeldía. Ella tenía suficiente
libertad para ir a la escuela, disfrutar del año perdido por
haberlo reprobado, y él la había conocido en la escuela
sin considerar que ella sólo buscaba un noviecillo cualquiera,
un amor típico y sin sentido. Así pasaron los meses,
transcurrieron los días, se adelantaron los relojes, amaneció
y todo se vio más obscuro, se citaron un sábado donde
se tomaron de la mano, ella de la izquierda y él de la
derecha, y finalmente se besaron porque se encontraban excitados,
porque era primavera, y porque la mirada de Liliana se encontraba
desafiando de él la inocencia. Porque ella había tenido
novios y un primer beso anteriormente, y él jamás había
tenido qué ver nada con nadie, apenas se encandilaba con una
niña y ya quería declararse a otra, pero jamás
se decidía, y porque la vida lo hizo, como antes se mencionó,
ser el menor, y a ella ser veintiún días mayor.
Siempre dijiste que la
historia te hacía reír por sus frases tan realistas
como irónicas y simples, pero siempre estuve seguro de que te
hacía reír más el haberte identificado con lo
que me hubo ocurrido y que a ti jamás te sucedió. Sólo
hasta que conociste a J... dejaste de ser virgen por la boca.
Te volviste alguien deslenguado, y si yo fui quien te enseñó
a perderle el miedo a los tabúes, seguramente tú fuiste
en aquella época mi maestro. Sé, o más bien así
lo intuyo, que dejaste de ser virgen de las gónadas también
por obra y gracia de J..., a quien será la última
vez que tomaré como ejemplo de diabólica siendo
seductora porque ahora es tu prometida. Antes yo también me
asumía como el Diablo. Luego, tú dijiste que
eras Satanás y que juntos hacíamos arder el Infierno.
Captaste la esencia del juego de la tentación y te gustaba que
yo le dijera al oído a las personas los secretos que más
los conmovían. «¡Hey!, tú», muy
quedo, «¿Ya la viste? El amor de tu vida, podría
ser ella, tan sensual y excitante». O bien, algo más
simple, más inocente, pero igualmente tentador:
–Ahí viene.
–¿Seguro?
–Sí.
Y que todo el salón
saltara los bancos, diera mil vueltas inciertas, se agitaran como
abejas en un panal, que los amigos que no pertenecían a ese
grupo salieran corriendo y que, finalmente, la seriedad y la
convincente decepción con que fue dicho el «Ahí
viene» terminaran por no cumplirse al cabo de dos horas de una
clase frustrada porque el profesor faltó dado tal o cual
motivo, una excusa siempre dispensable con tal de que no fuese a
reprobarnos. Eso jamás nos hubiera ocurrido con Pantoja,
recuérdalo, cómo decía «Yo siempre llego
al salón mucho antes, porque yo soy el profesor y debo ser más
responsable que ustedes», y era cierto. Él nunca faltó
a clase alguna. Que el vivía muy lejos, en el pueblo de M...
y que llegaba a la escuela a las cinco y media de la mañana
porque desde las cuatro se encontraba bañado y listo para
trabajar. Que él pretendía ser el mejor profesor del
país. Eso, dada la evidencia que tengo al momento, también
fue cierto. ¿Sigue vivo Pantoja? Quisiera que alguien
contestara esa pregunta. Si tienes algún conocido de entre los
nuestros que lo sepa, que te lo comuniquen y tú me notificas
la respuesta. Yo no lo sé desde que me hallo veinte kilómetros
a la deriva del mar en la plataforma petrolera y que sólo
salgo de aquí para las vacaciones que tomo por fuerza en la
costa porque en cualquier momento, si es preciso, puedo ser
requerido.
Me estoy tomando este
tiempo para escribirte la carta, para recordar lo que siempre quise
recordar, pero que por alguna u otra causa no lograba sacar a la luz
de nuestras conversaciones. Aún recuerdo los consejos que
Pantoja nos decía para tener una memoria sobresaliente. Que
debíamos practicar siempre, intentar recordarlo todo, que
saliendo del cine uno reflexionara sobre cuáles eran los
nombres de los personajes, de los actores en la vida real, de la
trama completa; que al leer un libro pudiéramos hacer un
resumen mental de todo lo que el escritor quiso dar a entender. Que
leyéramos. Después de eso llegaste con tu aparatejo del
año diciéndome que habías conseguido un juego
muy útil para ejercitar la memoria. Lo consideré
absurdo y no me retracto de ello. Siempre he tenido una memoria
privilegiada: suelo recordar lo que quiero recordar. Es de herencia,
lo que no admite mi madre, no por parte suya sino por parte de mi
padre. Porque sería demasiada poca casualidad que entre ellos
sepan cosas que de la nada aprenden, así como suele ocurrirme
y que, en contraste, todos lo de la familia de mi madre suelan ser de
una memoria ordinaria porque no suelen denotar las lecturas que han
hecho recientemente ni las noticias más extrañas que
uno se pueda encontrar. Esto no quiere decir que la capacidad de
raciocinio, la cual es un talento más valioso, se la deba a la
herencia –nadie en ninguna parte de mi familia entiende nada de
lógica–. Tú mismo antes lo expresabas: Que el viejo
Pantoja citó a Einstein el día en que falté a
clases, «Cualquier imbécil puede saber; el asunto el
entender».
Te pediría
perdón por la forma en que me expreso hacia ti, a veces tan
simpático, otras veces empático, y la mayor parte del
tiempo tan crítico que llego a ser hiriente. Lo haría,
pero eso implica renegar sobre lo que soy, y, después de todo,
no soy el Pedro que va a clavar a mi propio mesías en la cruz
negándome tres veces. Ahora bien, no todo en nuestras
conversaciones solía ser desagradable. Recuerdo tus dibujos.
No eran las tan comunes animaciones japonesas de quien sabía
qué caricaturas de ojos enormes y exorbitantemente grandes
tetas, sino dibujos reales, que no eran copia de ningunos otros, pero
que seguían un estilo especialmente ensayado. Aún
conservo el pescado que diseñaste en tu cuaderno de notas. No
querías entregarme la hoja porque tenía un apunte
importante, intenté convencerte con el argumento «Cualquier
cuaderno imbécil puede saber; el asunto es entender» y
como no me satisficiste con el deseo de un bosquejo que, según
tú, ideaste sólo por distraerte del inepto profesor de
Historia, robé la hoja sin que te dieras cuenta en el momento,
y sin que te importara mucho porque el apunte no decía más
que tres palabras, otras letras más y un corazón
encerrándolo todo: «Te amo ---, atte. J...»
Tal vez me odiarás de ahora en adelante, o me pedirás
que te envíe esa hoja del corazón para poder presumirla
en el día de tu boda como un detalle más al estilo
tuyo. Así que, en dado caso, yo llevaré la imagen a tu
boda, yo la presumiré y exaltaré no sólo el amor
con que tu prometida te veía desde entonces, sino que
resaltaré la calidad artística que desde entonces
mostrabas y que de no haber sido por mí jamás hubieras
descubierto tu carrera como pintor.
Quizá estés
confundido por el párrafo anterior: una vez abierto el sobre,
observarás que el diseño te lo he enviado sin que tú
me lo hayas pedido, pero de cualquier forma te he manifestado lo que
al comienzo pensé que harías y que yo deseaba hacer.
Armar ficciones, lo sabes bien, es mi talento. Por eso no estoy en la
plataforma petrolera, sino encerrado en el cuarto donde alguna vez te
invité a convivir. Aquí no destilamos alguna vez
petróleo en las torres de interminables platos de
fraccionamiento, sino alcohol. Terminaste, según tú,
ebrio por segunda vez en tu vida, pero a mi parecer tú nunca
habías tomado una sola gota de sidra. Era año nuevo.
Estaba yo tan triste que te llamé por teléfono. Todavía
vivíamos en la misma ciudad, acuérdate, todavía
no te mudabas. Me invitaste a tu casa, pero te dije que no, que tenía
miedo de salir a la calle. Que me visitaras tú a mí.
Entonces me trataste de convencer de que ello era imposible porque
era día de año nuevo y no podías abandonar a tu
familia. Colgué el teléfono. Algo que ese día no
te comenté pero que ahora aprovecho para hacerlo ver: estaba
triste porque yo creía que mi madre no me amaba, ni mi
hermana, ni nadie en esta vida. Después colgué el
teléfono por haber pensado que ni siquiera mi mejor amigo era
capaz de visitarme y que ningún amor como los tuyos, J...
y Viridiana, me ayudarían: yo no tenía el amor de
nadie. En otras palabras, me había descubierto solo.
No obstante, llegaste
con dos botellas de ron y bebimos como nunca lo habías hecho
tú, como tampoco nunca lo había hecho yo. Fue nuestra
primera borrachera. Ahora que te vas a casar quisiera decirte que
desde entonces eres como mi hermano, no sólo mi mejor amigo.
Te agradezco que me hallas propuesto para ser tu padrino, pero no
creo que alguien tan triste como yo, tan desolado y dependiente de
personas que no son ni siquiera de mi familia tenga la capacidad
moral de decirle a todos los que ahí estarán reunidos
que estoy feliz por tu felicidad cuando ni siquiera puedo estar feliz
por mi propia persona. Aún así iré, me
disfrazaré de pingüino, pero no como las monjas sino como
los hombres de frac, bailaré, me divertiré, sonreiré
hasta el cansancio. Conversaré con alguna amiga que tú
me presentarás. Al día siguiente habremos de
acompañarte para tu luna de miel al aeropuerto de quien sabe
qué ciudad, donde partirás todavía más
lejos hacia otra ciudad europea y nunca habré de cesar en mi
tristeza porque todo puede actuarse perfectamente, porque las
sonrisas pueden formarse con seis años de ortodoncia medieval,
porque los trajes se compran en las tiendas departamentales que tanto
aborrezco, y porque cualquier poema que le dedique a la pareja tendrá
las rimas más hermosas, quizá, y J... dirá
que es algo extraordinario conocer a personas como yo, pero mientras
no logre estar en paz en mi sino, mientras me halle inscrito en el
“for” de la indolencia, sólo podré presenciar cómo
regresas de Berlín más alegre, sin poder calzar las
botas suecas de tu baile alegre, tan sólido, porque soy
incapaz de vestirme con otros trajes a los que no me acostumbraría
jamás y con los cuáles no sabría qué
hacer.
Si no fuera porque te
vas a casar, no habría despertado con el ánimo de
extrañarte, ya no joven como éramos entonces, sino
hombre como se esperaría en estos tiempos. He tomado los
diccionarios más gordos y las novelas de mi vida, porque te
escribiría con especial entusiasmo, sin embargo terminé
escribiendo de corrido, sólo interrumpido por los espasmos de
una tos decembrina, como cada diciembre en la friolera citadina, y
vuelvo a hacerme consciente de que no estás aquí, sino
allá, no en el extranjero como Pantoja lo hubiera esperado:
como cualquiera de nosotros lo hubiéramos previsto; y te
encuentras feliz porque J... te ha correspondido, porque me he
atrevido a mencionar a Viridiana a sabiendas de que no te afectaría,
y nos has invitado a varios a tu boda (todos te queremos y amamos).
Sin pretender
obnubilarte de alegre que estás con mi negrura maldita, sólo
te pido que comprendas que yo me quedé siendo un inmaduro,
creyéndome Satanás y por ello escribiendo y escuchando
en todo lo perverso. Sólo sigue leyendo, sigue leyendo y
toparás en algún instante con la pared del final, con
el espíritu tranquilo de quien sólo sabe por ser
imbécil y no entender a los demás. Tampoco ha sido mi
intención llamarte imbécil, sino mi amigo, quien yo
quisiera que no comprendiera ninguna de esta palabras llenas de
melancolía.
Confirmo que iré
a tu boda. Opté por escribirte en vista de que he cancelado la
línea de teléfono desde hace un par de días.
Quería que la última noticia recibida por teléfono
fuese tan alegre como la consumación de tu noviazgo, el paso
al compromiso. Entonces, te visitaré quizá un día
antes, quizá unas horas antes, no lo sé, para fungir
como padrino.
Sin más, por el
momento, que el destino, me despido.
27 de Diciembre de 2013